Comenzamos el día afrontando la primera de las pendientes que hay que dejar atrás para llegar a la cima del monte Adarra. Es la cuesta que separa los caseríos Besabi y Montefrío, y es también el único tramo que hay que recorrer sobre el asfalto. Al llegar a la portezuela que da paso al sendero, un cartel advierte al dominguero: Los rebaños de ovejas andan sueltos, por lo que es conveniente vigilar a los perros. Ante la presencia de uno de los baserritarras de los alrededores, le comento a Rebeca que ate al nuestro y mientras lo hace, saludo amablemente al señor. «¿Es malo?», me pregunta mirando a nuestro perrito Bourbon, que es un buenazo. «¡Qué va! Es muy formal», le contesto. «Entonces es tonto», replica, y se aleja de nosotros con una media sonrisa.
Así empezó nuestra mañana de un sábado que había prometido despejarse, pero que no terminó de hacerlo hasta bien entrado el mediodía. El monte Adarra o Adarramendi es una de las cimas más míticas de Gipuzkoa y de mi juventud. Aunque nunca son suficientes, probablemente el monte que más veces haya ascendido en mi vida. Su nombre hace referencia a la forma que adopta la cumbre dependiendo de la perspectiva desde la que se mire. Si alguna vez te mandan al cuerno, ahora ya sabes dónde ir. Y es que «adarra» significa cuerno en euskara.
Digo que el Adarra es un monte mítico porque es una de las principales atalayas de la comarca de Donostialdea y probablemente una de las cumbres más frecuentadas por los montañeros guipuzcoanos. Es una ascensión muy asequible, y se puede completar con otras cumbres de los alrededores si se quiere. Además, está ubicado en lo que para mí es un entorno mágico del que guardo bonitas anécdotas y recuerdos de mi adolescencia. Mágico debió parecerles también a los primeros habitantes de esta zona, puesto que en el macizo de Adarra-Mandoegi se ubica una de las mayores concentraciones de monumentos funerarios prehistóricos del País Vasco. Es posible que durante la subida al Adarra os encontréis con un precioso perro de raza Border Collie, que tiene por costumbre acompañar a los montañeros cuesta arriba y cuesta abajo, como si de su rebaño se tratara. Aparentemente es un buen perro, y lo que está claro es que no tiene un pelo de tonto.
Empezamos la ascensión al monte Adarra en una mañana tirando a triste. Las copas de los árboles, haciendo honor a su nombre, habían acumulado agua durante toda la noche. Cuando el viento azotaba sus ramas, una gota de agua caía para deslizarse por el cuello de nuestras chaquetas. El trayecto hacia la cima presentaba un auténtico carnaval de la naturaleza. Los árboles llevaban desde comienzos de la primavera preparando sus extravagantes disfraces. Acabábamos de entrar en mayo y la mayoría lucía para entonces sus atuendos de plumas verdes. Manzanos, robles, hayas, pinos y acebos desfilaban sobre un mullido suelo de helechos. Un sambódromo vegetal en todo su esplendor.
«Un filósofo es un tipo que sube a una cumbre en busca del sol; encuentra niebla, desciende y explica el magnífico espectáculo que ha visto». No lo digo yo, lo dijo William Somerset Maugham, y aunque estoy muy lejos de considerarme un filósofo, es exactamente lo que me ocurrió. Uno de los lugares del trayecto hacia la cima del Adarra que más magia desprende es el hayedo que se encuentra antes de llegar al llano de Belabieta. Si el bosque se presenta ante tus ojos envuelto en una espesa niebla, el efecto del hechizo se multiplica. De pronto me sentí como un turista al que han llevado sin previo aviso a disfrutar del carnaval, rodeado de exuberantes troncos, raíces y ramas que se contonean a su paso frente a las gradas, bajo la atenta mirada de los espectadores.
Lo cierto es que, pese a ser mi montaña fetiche, hacía mucho tiempo que no hollaba la cumbre del Adarra. Quizá me mostré excesivamente confiado ante la niebla, que es tan traicionera como mágica. Durante el ascenso de la última pendiente, que discurre por ladera que lleva a la cima, nos encontramos con otro montañero que a mi requerimiento me refrescó la memoria. Parco en palabras pero al mismo tiempo claro en sus explicaciones, me indicó las diferentes posibilidades de subida, pues él mismo confesó haberse equivocado un par de veces ese día. Aquel hombre iba pertrechado con un paraguas, señal inequívoca de que que era de la zona. Cuando veas a una persona paseando por el monte paraguas en ristre, ten por seguro que se trata de un vecino de los alrededores. De los que no se andan con chiquitas. Sin chamarras técnicas, ni bastones, y mucho menos camel bags. Me atrevería a decir que la mayoría de los habitantes sexagenarios del lugar nos dan mil vueltas pateando los montes de los alrededores con sus abarcas y calcetines de lana.
Esta vez no llegamos a perdernos, pero recuerdo una ocasión en la que una cuadrilla de unas cinco personas habíamos quedado para subir al Adarra. Por aquel entonces nos trasladábamos en tren desde Donostia a Urnieta, y comenzábamos el ascenso desde la mismísima estación de RENFE. Durante el trayecto hacíamos auto-stop, por si alguien se dignaba a acercarnos hasta Besabi. Pero la mayoría de las veces nuestros esfuerzos resultaban infructuosos. Tras varios kilómetros a pie sobre el asfalto, finalmente nos adentrábamos en el bosque y realizábamos el tramo que recorre la mayoría de la gente que acude al Adarra. Es una hazaña que ahora mismo se me antoja impensable. Aquella vez, por si el esfuerzo pareciera insuficiente, decidimos salirnos del camino y subir campo a través, pues creíamos que el monte Adarra no tenía pérdida. La ocurrencia nos costó varias horas de caminata errante y una buena empapada, pues además cayeron chuzos de punta.
La aventura es todavía recordada entre mis amigos después de muchos años. Cuando finalmente llegamos a Besabi, que además del punto de partida es un restaurante, reunimos cuatro monedas y pedimos una cazuela de alubias. Creo recordar que había alguna de quinientas pesetas entre la calderilla y que nos llegó incluso para una botella de sidra. A compartir entre los cinco, claro está. Cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que la señora nos trajo, además de las alubias, una buena fuente con chorizo, morcilla, tocino y costilla. Lo que viene a ser una fuente con todos los sacramentos y parte de los otros. No creo que con la exigua recaudación que hicimos a última hora llegara para tal cosa. La verdad es que íbamos empapados y éramos muy jóvenes, y dábamos suficiente pena como para despertar el instinto maternal de cualquier mujer. Es uno de los mejores banquetes que recuerdo haberme permitido en la vida, y probablemente también el más barato. Aquello fue un auténtico espectáculo y, claro, no quedó nada en los platos, ni en la cazuela.
Esta vez no nos perdimos, y aunque íbamos empapados llegamos en unas condiciones mucho menos lamentables que las de aquellos osados adolescentes. Entre nuestros planes no estaba el de comer en el restaurante Besabi. Sin embargo, nos acercamos al bar a tomar algo y, como casi siempre, el comedor estaba a rebosar. Algunos de los comensales, entre los que había un pastor con abarcas de los que nos darían mil vueltas, hacía rato que habían bendecido la mesa y administrado todos los sacramentos. Y es que la mejor manera de terminar la ascensión al monte Adarra en un día de niebla es, sin duda, comiendo unas buenas alubias en el restaurante Besabi.
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