La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las Costas de América, cerca de la Desembocadura del Gran Río Orinoco; Habiendo sido arrastrado a la orilla tras un Naufragio, en el cual todos los Hombres murieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue insólitamente liberado por piratas. Escrito por él mismo.
El del párrafo anterior es el título completo de la que se considera la primera novela en inglés, escrita por Daniel Defoe y publicada en 1719. La misma que me ha inspirado para descubriros uno de mis txokos preferidos de Donostia: La cala de Iruamuitzeta, situada en las faldas del monte Igeldo.
Si no fuera porque no se encuentra ubicada en una isla, esta cala bien podría servir como escenario para rodar una película sobre el más famoso de los náufragos de la historia. Y es que aunque Robinson Crusoe es un personaje de ficción inventado por la mente de Defoe para su novela, tampoco es menos cierto que el escritor inglés se inspiró en las aventuras vividas por Pedro Serrano y Alexander Selkirk, dos personajes de carne y hueso. Es decir, y como habitualmente se dice en estos casos, Robinson Crusoe es una novela basada en hechos reales.
Tampoco hay una pizca de mentira en la historia que voy a contar hoy, aunque lo cierto es que no tiene nada de extraordinario, más allá de lo que nuestra mente e imaginario nos pueda sugerir. Hace unos días volví a visitar uno de esos sitios que por cercanos no dejan de ser mágicos. El acceso es relativamente sencillo, y aunque hay que caminar cerca de media hora a través de un sendero que en ocasiones aparece invadido por helechos y otras plantas, el esfuerzo merece la pena.
El camino se emprende en las inmediaciones del hotel Leku Eder. Allí se comienza a descender por la ladera del monte Igeldo hasta llegar a una bifurcación. La zona está plagada de preciosos topónimos, poco conocidos por los donostiarras y menos documentados aún. De hecho, yo mismo he descubierto que estaba confundido después de que mi ama me corrigiera, y me pusiera a investigar un poco sobre el tema.
La primera cala que se divisa es la de Zentellazulo, llamada así por los marineros y conocida como Muitzape por las gentes de secano. Los donostiarras de hoy en día acostumbran a llamarla, erróneamente, la cala de Tximistarri. Antiguamente se ubicaba en este lugar un colector que vertía al mar las aguas fecales de media ciudad, hasta que en 1994 los residuos fueron desviados a una depuradora. Hoy en día se mantiene un pequeño muelle donde se ubicaba el emisario. Se dice que el de Zentellazulo es el único abrigo enre Donostia y Orio en el que un barco se puede refugiar de las tormentas. Y creedme, cuando la galerna golpea con fuerza esta zona, golpea fuerte de verdad.
Tras dejar a nuestra derecha la cala de Zentellazulo y traspasar una portezuela en la que se lee «Cuidado con los perros. Hay ovejas», se comienza el descenso hacia la costa a través de un caminito que discurre paralelo a las vallas que delimitan las zonas de pasto de la ladera de Igeldo. Si tenéis pensado acudir con perro, haced caso a lo que indica el cartel. Porque aunque al contrario de lo que pueda parecer las ovejas de Igeldo no son temibles, los pastores sí que pueden llegar a serlo.
Uno de los topónimos que más me gusta es el que da nombre a la siguiente cala. Se llama Kontramaisu, «contramaestre» en euskara, y en su extremo occidental se levanta una colina denominada Gaztelutxo («castillito»). Desde este pequeño collado se comienza a divisar la cala de Iruamuitzeta, una playa de roca y piedras a la que se llega afrontando el último tramo que desciende desde Gaztelutxo. Existe un sendero (la primera etapa del GR-121) que lleva de Donostia a Orio, pero no pasa por los parajes a los que hoy me refiero.
Hace un par de semanas acudí de nuevo al lugar en compañía de Rebeca y nuestro perrito Bourbon, y me sentí por un momento como el protagonista de uno de los libros preferidos de mi infancia: «Los cinco en la isla de Kirrin«. Es uno de los números de la famosa colección de la escritora Enid Blyton, que debió ser algo así como como la J.K. Rowling de las décadas de los 50 y los 60. No es para menos, porque como habréis podido comprobar en las fotografías, el destino al que nos dirigíamos tiene mucho de misterioso y algo de fantástico.
Si bien la existencia de los chamizos, escondidos entre los tamarises de la orilla, no deja de ser una anécdota y afea un poco el lugar, debo admitir que el día que los descubrí causaron en mí la sensación de estar en una isla inhóspita donde podría haberse refugiado algún náufrago. Para mi sorpresa, la última vez encontré también una lancha varada en las rocas que no hizo más que alimentar mi imaginación. De hecho, parece que alguien estaba intentando rescatarla mediante una rudimentaria grúa de madera que había construido.
Probablemente las chabolas fueran levantadas originalmente por los pastores o los agricultores de la zona, supongo que para guardar enseres o algún otro propósito relacionado con su actividad. Hoy en día en sus alrededores se pueden encontrar restos de materiales que ha traído el mar y que alguien ha ido apilando, así como basuras y utensilios llevados por el ser humano: Latas, colchones, mantas, cazuelas de barro, sillas, incluso las cenizas de lo que en algún momento fue una hoguera… Si no fuera porque nunca me he encontrado a gente en las chabolas, diría que alguien ha vivido allí durante una temporada.
La verdad es que la cala de Iruamuitzeta (algo así como «las rocas de los tres anzuelos») es un lugar estupendo para la pesca con caña. Si se sabe utilizar el cebo adecuado y montar el aparejo como es debido, se pueden pescar hermosas muxarras o sargos, que son una auténtica delicia sobre todo si se cocinan al poco de haber sido capturadas.
Aunque pueda parecer imposible posar una toalla que permita tumbarse, algunas de sus enormes rocas tienen una superficie plana sobre la que se puede tomar el sol cómodamente. Dependendiendo de la marea y del estado de la mar, también se puede gozar de un buen baño, siempre teniendo cuidado de no hacerse daño con las rocas, que son muy afiladas y traicioneras (tanto en tierra como en el mar). Es bastante habitual encontrarse a gente practicando nudismo. En Igeldo existen otras calas más conocidas y accesibles como la de Agiti, donde se encuentra un vivero de rodaballos abandonado, a la que se puede llegar en coche a través de una pista
En medio de la cala se divisa una inmensa roca partida en dos. Es la auténtica Tximistarri (literalmente, «piedra del rayo»). Su forma, dependiendo de la perspectiva desde la que se mire, recuerda a una ballena. Cuenta la leyenda que un terrible rayo partió la roca por la mitad, y según describe el estudioso donostiarra Josu Tellabide en su libro «101 bazter Donostiako» («101 rincones de Donostia») es un lugar venerado por los igeldoarras.
Después de fotografíar las imediaciones y tras una breve tarde de pesca que resultó de lo más fructifera, me dispuse a subir de nuevo por el camino. Según se iba escondiendo el sol, el paisaje me fue cautivando cada vez más. De pronto comenzaron a vislumbrarse las luces de los pesqueros que faenaban en alta mar, y el faro de Igeldo empezó a emitir la señal luminosa que guía a los navegantes en su vuelta a casa.