Son hoteles con miles de estrellas y restaurantes en los que se elabora una cocina de altura. Existen centenares de refugios de montaña repartidos por todo el mundo. Los hay libres y los hay guardados. Pero yo solo he podido pernoctar en unos pocos, sobre todo en los Pirineos. Este gran post del viajero Pak Muñoz, titulado «Hoteles de trabajo y lugares donde duermo cuando viajo«, me ha animado a recopilar algunos de los sitios en los que hemos dormido mis amigos y yo en nuestras pequeñas aventuras montañeras.
Le comentaba a Pak en su artículo que pese a que yo también he dormido en confortables hoteles y camas de 2×2, probablemente algunas de las mejores noches que he pasado en mi vida lo haya hecho en un saco de dormir, sobre una incómoda esterilla colocada sobre un no menos incómodo suelo. No hay nada como dormir a la intemperie bajo esa Capilla Sixtina natural con la que el universo nos deleita cada noche, esa hermosa cúpula formada por estrellas y planetas.
Recuerdo perfectamente la primera tienda de campaña que me regalaron. Era un iglú plateado pequeñito, pero a mí me pareció una amplia y confortable habitación. Qué digo… ¡Toda una suite! En más de una ocasión llegué a montar la tienda en la terraza de casa de mis padres. Acostumbraba a colgar una linterna en la zona más alta para poder leer los libros y comics que me llevaba al saco de dormir. Me encantaba.
Aquella tienda me acompañó durante muchas aventuras. Mi olvidadiza memoria recuerda con mucho cariño una noche que pasamos con mi madre, mi tío, mis hermanas y mis primos a los pies de Picos de Urbión, durante una acampada furtiva en vísperas de la ascensión. Ni qué decir de la paella que aquella misma noche preparamos en nuestro hornillo de bombona azul.
La técnica avanza a marchas forzadas y de aquel primitivo iglú y ese pesado hornillo hemos pasado a una tienda de campaña ultra-ligera y un sofisticado y no menos ligero hornillo. Pero las sensaciones siguen siendo las mismas, y eso es lo que importa.
Si la memoria no me traiciona, el primer refugio en el que pasé una noche fue en el de Belagoa (1.428 metros), hoy desaparecido. Este refugio navarro del Valle de Isaba sirvió para llevar a cabo las primeras ascensiones «importantes» de mi vida, las míticas cimas de Auñamendi (Anie) e Hiru Erregeen Mahaia (Mesa de los Tres Reyes). Se trataba de un refugio con guarda y al parecer la mala gestión lo abocó al desastre. El edificio sigue en pie, deteriorándose paulatinamente.
El de Tucarroya es seguramente el refugio más espectacular en el que recuerdo haber pasado la noche. Se encuentra enclavado en una brecha en lo alto de las rocas y desde su terraza se divisan el Monte Perdido y el Cilindro de Marboré. Hicimos noche bajo su techo tras ascender por el Balcón de Pineta camino a los Astazous.
Uno de los refugios en los que no he estado y que más me apetece conocer se encuentra en Picos de Europa. Se llama Cabaña Verónica y es el refugio guardado más alto de España (2.325 metros). Los comentarios de mis amigos coinciden con las impresiones que suscitan en mí las fotos que me han pasado. Es una cabaña que mola, «por la ubicación, la altura, las vistas, el tiempo tan bueno que nos hizo, la nieve…». Por si todo esto fuera poco, fue construido a partir de la cúpula de un portaaviones americano llamado Palau desguazado en Santurtzi.
La cabaña se levantó en 1961 por iniciativa del ingeniero Conrado Sentíes y su amigo arquitecto Luis Pueyo, quienes hicieron llevar la cúpula a lomos de un caballo llamado Rubio. Todas las piezas habían sido numeradas y no tardaron más que ocho días en volver a montarlo. A partir de 1983 el refugio estuvo guardado de forma desinteresada por Mariano Sánchez. Desde que falleció en 2008, José y Javi se encargan de su cuidado.
Es un refugio muy pequeño, de apenas 9 metros cuadrados, pero cuenta con suficientes literas como para que duerman nueve personas, bastante apretadas. El calor humano nunca está de más cuando se duerme en altura. Está dotado de víveres, una cocina de gas, botiquín, una camilla especial y una emisora de radio.
Hay una gran diferencia entre las variadas bordas, cabañas y refugios en los que nos hemos acurrucado durante nuestras pequeñas aventuras. Las hay de lo más rudimentarias, que apenas ofrecen un suelo sobre el que echarse y un techo bajo el que resguardarse. Y también las que cuentan con su propio restaurante y sirven copiosas cenas.
Entre estos últimos se enmarca el asturiano Refugio Urriellu. Son peligrosos, porque la voluntad y espíritu de sacrificio de cualquier montañero puede verse mermado ante la posibilidad de meterse una copiosa cena entre pecho y espalda, con café, copa y puro incluidos… Hasta el punto de querer que la previsión meteorológica empeore y haga que se quede en el aire la ascensión del día siguiente. Eso es precisamente lo que nos ocurrió hace un par de años a los pies del Naranjo de Bulnes.
Los platos más típicos de nuestras ascensiones, además del embutido y los frutos secos que nunca defraudan, han sido las legumbres y los caldos precocinados. Por nuestros estómagos han pasado garbanzos, alubias, fabadas, lentejas y otras delicias en lata… A poder ser, siempre acompañadas por sacramentos del tipo chorizo, morcilla y tocino. En los últimos años refinamos un poco nuestra cocina, incorporando albóndigas y filetes rusos a nuestro menú. Precocinados y bien envasados, claro está.
Durante un tiempo contamos con la mejor infraestructura de la que puede echar mano un montañero. La Mertxe, una furgoneta de la marca Mercedes que hacía las veces de hotel-restaurante. La mejor cena era siempre la de la primera noche, pues nuestro amigo Ander se tomaba la molestia de preparar en casa unas estupendas carrilleras que luego calentábamos en la cocina de la furgoneta y que estaban, siempre, para chuparse los dedos.
Si tuviera que otorgar una estrella Michelín montañera, se la llevaría el conejo en salsa que prepara mi suegra. Lo probé por primera vez en la Laguna Cebollera, cuando Rebeca y yo acampamos para hacer noche y escuchar la berrea de los ciervos. Mis halagos hacia el plato debieron ser tan efusivos que desde entonces, cada vez que le hacemos una visita, suele tener preparado un tupper con tan delicioso manjar.
Lo cierto es que a mí siempre me ha gustado hacer una «aproximación» cuando subo a alguna montaña. En el argot montañero de nuestra cuadrilla, hacer una aproximación significa dividir la ascensión en dos días, haciendo noche en altura y reduciendo así el desnivel de subida a la cima. De esta forma, además de dormir en parajes inigualables, resulta indispensable preparar al menos una cena caliente, asegurando la consiguiente tertulia nocturna y observación de las estrellas.
O sea, que más que subir a una cima de 3.000 metros, lo que a mí me ha gustado desde siempre es la aventurilla de dormir en una tienda de campaña, a poder ser alejado de los campings comerciales, de su bullicio y masificación. Esta afición me viene desde muy pequeño, de cuando hacíamos acampada libre familiar en la selva de Irati y ascendíamos al Orhi (2.017 metros).
Con la llegada de la adolescencia, las colonias veraniegas dieron paso los campamentos móviles que organizaba el club de montaña Zuhaitz del barrio donostiarra de Loiola. Eran travesías que duraban cerca de 15 días en los que atravesábamos zonas montañeras de Navarra, Soria, Palencia, Burgos y Cantabria, si mal no recuerdo. Me ha tocado dormir en todo tipo de lugares como pórticos de iglesias, ermitas, cuevas, céspedes de piscinas naturales y antiguas fundiciones abandonadas…
Pero sin lugar a dudas la mejor forma de pasar la noche en este mundo es haciendo vivac a cierta altitud, mirando a las estrellas, con una esterilla que te aísle y un buen saco que te abrigue. Y a poder ser, en buena compañía. Levantarse con los primeros rayos del día, sacudirse el rocío del cuerpo y observar un mar de nubes a tus pies no tiene precio. Lo que pasa es que esto no siempre es posible, sobre todo si llueve, las temperaturas bajan hasta rozar los 0 grados o un fuerte viento azota el campamento. Así que, como consecuencia de querer descansar a toda costa bajo techo, nos ha tocado dormir en todo tipo de habitaciones. Algunas más confortables, otras menos.
En los refugios guardados de cierto tamaño, sobre todo en temporada alta, suele amontonarse bastante gente. No es de extrañar que algún grupito, sin intención de madrugar al día siguiente, monte jarana en las habitaciones. Hasta que alguno de los que tienen que despertarse a las cinco de la mañana se levante con las narices hinchadas, dé un golpe en la pared y haga una advertencia en tono serio tirando a amenazante.
Lo de los ronquidos suele ser también bastante recurrente. Es más difícil de frenar puesto que el causante no es consciente, y encima está dormido. Si está cerca, un codazo a tiempo nunca está de más. No hace falta entrar den detalles sobre lo que ocurre después de una copiosa cena a base de legumbres de lata. Para evitar estos percances, a veces es preferible dormir a la intemperie, para lo que en ocasiones hemos buscado rincones que se enmarcan en lo que llamamos «kutxitriles» de exterior.
Uno de los más aceptables en los que hemos pernoctado se encuentra en Benasque. Nuestros planes de montaña siempre se han caracterizado por ser relativamente baratos. En este caso, ni cortos ni perezosos, acostumbrábamos a acampar en el edificio que hay a la entrada de la zona de acampada regulada de la Senarta. De esa forma, podíamos dormir al aire libre pero bajo techo y evitábamos abonar los pocos euros que cuesta plantar una tienda en la zona. Lo mejor de todo es que además hacíamos uso de las duchas, adentrándonos furtivamente en la zona con actitud de ser los dueños de todo aquello.
Durante algunos años falté a la cita montañera obligada de mi cuadrilla, a la que llamábamos Semana Pirenáica, hasta que me volví a enrolar en esta aventura hace como 5 años. Desde entonces hemos vivido unas cuantas aventuras, incluida alguna salida de fin de semana. Precisamente la foto que abre este artículo está tomada una de las últimas veces que he dormido en altura, en la ermita-refugio del Mendaur, en Navarra.
Tras una estupenda noche al calor de la chimenea, durante la caminata del día siguiente comenzó a dolerme la rodilla y desde entonces cada vez que bajo un desnivel de más de 100 metros me vuelve a doler. No me gusta frecuentar ambulatorios y hospitales y aunque he pasado noche alguna vez allí, procuro no volver. Pero me temo que si quiero vivir de nuevo estas aventuras montañeras tendré que dejar que un matasanos me revise los engranajes.
Movido a partes iguales por la inspiración de Pak y la nostalgia, he decidido escribir a los amigos con los que he compartido noche en estos hoteles de altura, para hacer un pequeño recopilatorio. No son todos los que están, ni están todos los que son. Lo que sí puedo deciros es que en estas fotos están algunos de los mejores hoteles en los que me he alojado nunca, las mejores habitaciones en las que he dormido y los mejores restaurantes en los que jamás comeré.