En la ciudad de La Paz, en Bolivia, son muy conocidos el mercado de las brujas y el de artesanía. Sin embargo, existe un mercado mucho más auténtico y popular, llamado Mercado Rodríguez. Todos los días, a partir de las 4 de la madrugada, este mercado paceño se extiende por las inmediaciones de la calle que le da nombre. Allí se reúnen comerciantes y compradores, se exponen los más variados productos, se negocia y se conversa.
Había vuelto a la Plaza San Francisco de La Paz para recorrer de nuevo las calles colindantes y sacar algunas fotos y vídeos. Ascendí por la calle Sagárnaga, un nombre de evidente origen vasco, hasta llegar a la avenida Illampu, donde comencé a embriagarme de otros olores, aromas y, en ocasiones, también hedores. No tardaron en aparecer ante mis ojos los primeros puestos de venta, algunos con sus mostradores y otros en el suelo, regentados en su mayoría por mujeres ataviadas con la típica vestimenta del altiplano boliviano.
Sin querer, comencé a sumergirme en otro mundo, un mundo paralelo al orquestado para los turistas como yo, mucho más genuino y a veces incluso crudo. Hasta que me vi completamente envuelto en un festival social en el que las vendedoras cantaban las bondades de sus productos y los compradores regateaban los precios. Había llegado, sin esperarlo, al Mercado Rodríguez.
El ajetreo comienza ya desde las 4:00 de la mañana, con la llegada de comerciantes y productos. Ese día se interrumpe la circulación de vehículos a motor en favor de los vendedores que se apostan en la calle hasta bien entrada la noche. Esta gran feria se extiende en medio de los barrios de El Rosario, Gran Poder y San Pedro, cubriendo buena parte del cielo con toldos multicolores que son apreciables incluso en Google Maps.
En el Mercado Rodríguez puede encontrarse y por supuesto comprarse todo lo imaginable. Pescados, hortalizas, carnes, legumbres, especias, frutas, enseres y lanas… En la medida de lo posible, se pretende mantener cierto orden en medio del barullo, y los productos se reparten por sectores. Pero como toda buena norma, esta también se incumple en este mercado de La Paz. Una de las razones por las que había caído por allí fue que andaba buscando ovillos y madejas de lana de alpaca o de llama, así que pregunté a una de las tenderas si por allí se encontraban. Enseguida me indicó que la sección de lanas estaba unas cuadras más arriba, cruzando la plaza.
Comencé a subir y fue cuando tomé consciencia de la inmensidad y la diversidad de este mercado paceño. Finalmente conseguí llegar a un callejón que se llama Pasaje Multicolor Max Paredes, donde se concentraba la compraventa de lanas de todo tipo. Por segunda vez, pregunté a una de las mujeres por el nombre del mercado. Me contestó que era el mercado de Max Paredes, aunque en otra calle me habían dicho que se trataba del mercado de Illampu.
Al parecer las diferentes zonas de este mercado boliviano se identifican por el nombre de la calle en la que se ubican, y hasta el momento nadie acertó a aclarar mis dudas. Un poco más tarde me topé con un recinto cubierto, un mercado al uso, en el que no tardé en entrar. En este mercado de La Paz hay puestos callejeros, pero también hay tiendas bajo techo. Esta debía de tratarse de la principal sección de carnes, y parecía estar a punto de cerrar sus puertas. Aproveché para preguntar por tercera vez cómo se llamaba el mercado, a lo que me contestaron que se trataba del Mercado Rodríguez. Por un momento dudé sobre la veracidad de mi fuente, pues quizá me había dado el nombre de su carnicería. Volví a preguntar en otra tienda y esta vez el carnicero corroboró definitivamente la información.
A algunas de las señoras no les hacía gracia mi presencia, y rechazaban con mirada de pocos amigos el enfoque de mi cámara. A otras las camelaba con una conversación previa al disparo o simplemente pidiendo permiso, si la cercanía de mi objetivo lo requería. Incluso logré sonsacar alguna sonrisa dorada a alguna de ellas, y por supuesto también me llevé algún producto en mi mochila, que volaría conmigo de vuelta a casa pocos días después.
De entre los miles de productos que pasaron ante mis ojos en el Mercado Rodríguez decidí llevarme algunas especias como aji amarillo y rojo y una bolsa de quinoa, cereal que se cultiva en los Andes y cuyo mayor productor es Bolivia. No en vano este mercado es el que tiene los precios más bajos en 10 productos de la canasta familiar. Por supuesto, también me llevé unos ovillos de lana de alpaca «baby», la más fina de todas y la culpable de que descubriera tan pintoresco lugar. Espero poder lucir algún día una bufanda de tan preciado material.
Tras varias horas callejeando por el lugar, el hambre comenzó a apretar y no tuve más remedio que preguntar a un señor que pasaba por allí. Quería saber de algún plato típico boliviano que se pudiera degustar en el Mercado Rodríguez, y aunque previamente me habían recomendado un boliche llamado «Pollo loco», preferí buscar una segunda opinión. Me recomendó seguir bajando hacia San Pedro y buscar algún puesto en el que sirvieran chicharrón o silpancho. Finalmente encontré una pequeña chicharronería en la que varios lugareños se chupaban los dedos, literalmente. Los sirven de pollo o chancho, acompañados de una buena guarnición de maíz y papas.
Nada más llegar me senté a esperar que mi plato estuviera listo en el interior de un minúsculo puesto. Mis compañeros de banco (mesas no había) parecían extrañados por mi presencia y de vez en cuando se dirigían miradas cómplices y medias sonrisas. No tardé en entablar conversación con ellos, en parte porque reconocí una de las canciones que sonaban en la radio, pues la noche anterior los oí en la televisión. El grupo se llama «Sagrado», y su música está hecha para otra cultura que no es la mía.
Dos chicas regentaban la chicharronería. Una de ellas cocinaba al tiempo que cargaba un niño a sus espaldas que me miraba con cara de incertidumbre. Al principio me aseguraron que solo quedaba cerdo, a 15 bolivianos el plato. Pero al poco llegó una clienta obviamente más habitual que yo, y le ofreció también pollo, a 13 bolivianos. Cuando terminé de comer mi plato, le dije que si me daba un pedacito de chancho, solo para probar, le pagaría 15 bolivianos. Cruzaron una mirada que debió significar «este guiri es un listo», pero finalmente me ofrecieron amablemente el trocito más pequeño que había en la freidora. Para que os hagáis una idea, 15 bolivianos son el equivalente a 1,5 euros, aproximadamente. Ambos estaban riquísimos.
Decir que La Paz es todo menos lo que su propio nombre indica estará seguramente bastante manido. Su tráfico caótico y su abrupta orografía, hacen de ella una ciudad tan desordenada como hermosa. Tanto, que la única forma de evitar el caos ha sido por el aire, con la construcción varios teleféricos que a buen seguro han facilitado la vida a los 3 millones de personas que viven en la ciudad metropolitana. Este mercado de La Paz es el seguramente el máximo exponente de esa belleza desordenada de la que hacen gala muchas de las grandes urbes que he conocido.
Al día siguiente, domingo, se celebrarían elecciones presidenciales en Bolivia, y el Gobierno había prohibido todo tipo de circulación motorizada en el país a partir de aquella misma medianoche, al igual que había hecho unos días antes con la ingesta del alcohol a través del auto de buen gobierno, una especia de ley seca temporal. Llegué al hotel y comencé a escribir este post, sin posibilidad de acompañar el momento con una cerveza, hasta que me dieron las doce de la noche. El tráfico, que ya había ido disminuyendo en las últimas horas del día, desapareció de pronto puntual como un reloj. La Paz, que es de por sí una ciudad repleta de contrastes, dejó de lado su bullicio habitual para hacer honor por una vez a su propio nombre.