Soy un férreo defensor de la lluvia. En su justa medida, claro. Diría que de alguna manera la lluvia forma parte de mi identidad cultural. Y la defiendo porque, de una parte, no me queda alternativa mientras viva en Donostia. De otra, creo que nuestro clima tiene su encanto y soy consciente de sus beneficios, así como de los eventuales perjuicios.
Se dice que los inuits tienen decenas de formas de referirse a la nieve. Lo cierto es que euskara también tenemos un amplio vocabulario para referirnos a los fenómenos meteorológicos y sus matices. En concreto unas 200 formas de describir la nieve, su forma de precipitarse o sus características tras haber cuajado. Llueve tanto en el País Vasco, que incluso tuvimos que inventar una palabra para cuando no llueve: «Ateri«.
No tiene un equivalente literal ni en inglés, ni en francés ni en castellano. Los más aproximados podrían ser «clear weather», «éclaircie» o «despejado». Pero no es necesario que el cielo esté raso para que esté «ateri». La palabra ha dado lugar al verbo «atertu» («escampar» o «dejar de llover») y ha generado acepciones como «aterpe» (algo así como «bajo cubierta»), «aterpetxe «(albergue» o «refugio», «casa que da cobijo») o «aterki», que significa paraguas.
Es injusto que se asocie lluvia con «mal tiempo». Al fin y al cabo, depende del contexto. ¿Acaso no es malo el sol de justicia en el desierto? Porque si anuncian lluvia en un paraje yermo no es que venga malo, es que llega como agua de mayo.
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